1.4.1 Los últimos días del sitio de Tenochtitlán

La conquista de Tenochtitlán

En Europa del siglo XV, la escasez, hambrunas, disputas por territorios, bienes y riquezas eran el escenario general. Por eso, aquello que los colonizadores buscaban al llegar a estas nuevas tierras eran fundamentalmente medios para enriquecerse. La riqueza y el poder, en términos europeos, eran los metales y piedras preciosos, especias, textiles y esclavos. Y aún más, la propiedad del territorio, el espacio, la tierra misma era el gran deseo de estos invasores. Con estos objetos simbólicos y territorio literal, todos “representantes” de la riqueza y el poder, podrían posteriormente acceder a los otros bienes. Por ello se prioriza la conquista de las ciudades, las tierras fértiles, el saqueo de objetos de valor y los prisioneros.

Sobre la experiencia del sitio y derrocamiento de Tenochtitlán, la capital de los Aztecas y actual ciudad de México, se han encontrado estos versos tristes escritos por una persona anónima. Los últimos dos versos lamenta que los españoles no vieran lo que  realmente tiene valor: “todo eso que es precioso,\en nada fue estimado.”

 

 

Los últimos días del sitio de Tenochtitlán

Y todo esto pasó con nosotros.
Nosotros lo vimos,
nosotros lo admiramos.
Con esta lamentosa y triste suerte
nos vimos angustiados.

En los caminos yacen dardos rotos,
los cabellos están esparcidos.
Destechadas están las casas,
enrojecidos tienen sus muros.

Gusanos pululan por calles y plazas,
y en las paredes están salpicados los sesos.
Rojas están las aguas, están como teñidas,
y cuando las bebimos,
es como si bebiéramos agua de salitre.

Golpeábamos, en tanto, los muros de adobe,
y era nuestra herencia una red de agujeros.
Con los escudos fue su resguardo, pero
ni con escudos puede ser sostenida su soledad.

Hemos comido palos de colorín,

hemos masticado grama salitrosa,

piedras de adobe, lagartijas,

ratones, tierra en polvo, gusanos . . .

Comimos la carne apenas,

sobre el fuego estaba puesta.

Cuando estaba cocida la carne,

de allí la arrebataban,

en el fuego mismo, la comían.

Se nos puso precio.

Precio del joven, del sacerdote,

del niño y de la doncella.

Basta: de un pobre era el precio

sólo dos puñados de maíz,

sólo diez tortas de mosco;

sólo era nuestro precio veinte tortas de grama salitrosa.

Oro, jades, mantas ricas,

plumajes de quetzal,

todo eso que es precioso,

en nada fue estimado . . .

Anónimo de Tlatelolco, 1528. (Biblioteca Nacional de México.)

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